Camino de autopistas II - Muchos años después

7.30 hs. Lunes lluvioso.

Me tiene que contestar a más tardar al mediodía. Si no voy a tener que llamarlo yo. También puedo subir al tercero y acercarme hasta su oficina una vez llegue al laboratorio. Pero tengo que estar ahí antes que los otros. No. Igual me van a detener. O me voy a perder. Lo más probable. Tendría que probar, de cualquier forma. Si mis ratones pueden, ¿por qué no yo? ¿Qué tienen ellos que yo no tenga? No hay manera. Dos pistas más sobre la autopista y el embotellamiento continúa. Necesito tomar la de arriba si pretendo llegar antes de la hora de entrada. Jacinto lo hace siempre y le da resultado. Eso me asegura, al menos. Pongo el giro. Pero van a sesenta kilómetros por hora y parecen chupados al de adelante. No giran sus cabezas para ver mis movimientos. Hago el amague a pesar de todo. Me corro un poco a la derecha. Nadie se dio cuenta todavía. Por supuesto. Hoy la lluvia. Sin embargo, hace veinte años que no me ven. Pero hoy salí temprano y merezco llegar temprano. Jacinto me recomendó otra vía, más tranquila para mí, me dijo con sorna. Me reí delante de su propia cara. Le pregunté si no prefería que fuera por la autopista vieja en primera y punto muerto alternativamente todo el trayecto. Me excedí en el comentario, me di cuenta por los gestos de sus compañeros. No interesa. De cualquier forma ya no me hablaban. Podría probar con el tren de la pista intermedia, aseguran que no hubo más fallas desde el último descarrilamiento y lo bueno es que los pasajeros viajan con un horario fijo. Pero de la parada hasta el laboratorio tendría que ir a pie. Y en ello terminaría empleando todo el tiempo que habría ganado con el trayecto en el tren. Verdaderamente nunca voy a entender por qué la ciudad se colmó con pisos de autopistas que parecen habernos enredado en un plato de spaguettis, en lugar de dispersar los espacios. Me pregunto qué sentirán mis ratones cuando les triplique el laberinto en altura. Es una idea formidable. ¿Qué duda cabe? Por eso no entiendo cómo mi jefe se tarda tanto en autorizarme el proyecto. Y subvencionarlo, claro. Tiene que contestarme hoy que lo aprueba. Si no me dejan entrar en el carril de la derecha me paso otra vez. ¿Pero cuántas veces voy a pasar por el mismo edificio? Salí temprano para estar en la oficina a tiempo, no para chuparme al auto de adelante y no tener posibilidad de cambiarme de carril porque a nadie se le ocurre mirarme. Veinte años girando como mis ratones en este laberinto de autopistas cada vez más enmarañadas. La lluvia dificulta la visión cada vez más. Me pasé de nuevo. Otra vuelta entera más a la ciudad. Me cansé. Voy a poner ojos de cera y me cambio al carril de la derecha. Sin miramientos. Lo siento si vuela al vacío la moto que se está acercando. Ya nadie está seguro una vez sube a la autopista. Por eso firmamos un contrato de responsabilidad donde cada uno se hace cargo de su propia vida. Hasta ahora no me había hecho falta ponerme tan firme frente al volante pero si no llego temprano puede que Jacinto se quede con la subvención. Si no puedo demostrar que soy capaz de llegar temprano para darles su desayuno, cómo voy a demostrar que soy capaz de enseñarles a manejarse en el diseño de un laberinto tan complejo como el que les preparé con autopistas aéreas. A quinientos metros tengo que subir. La ansiedad me trae el diario remolino al estómago. Nadie ve mi guiño. Nos envuelve la lluvia. Vuelvo a intentar un giro, suave pero seguro. Continúan su marcha como si no tuvieran ningún obstáculo delante más que el limpiaparabrisas. Nadie se da cuenta de que estoy en la fila equivocada. De que llego tarde. De que tengo que subir en trescientos metros. La autopista entera avanza a mis espaldas y me sobrepasan. Se levantan como una ola descomunal. Los puedo ver por el espejo retrovisor. Cien metros. Intento girar con firmeza como me dijo Jacinto que hace. Seguro ya perdí la subvención.

Mañana hago el camino a pie. Total, según calculó Jacinto no deberían ser más que quince cuadras.

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