Matar a la mascota
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Los únicos cuatro dedos
de la mano izquierda del amo acariciaban la punta de la única oreja de su gato
negro. El quinto dedo lo había perdido su dueño debajo de la hoja de corte de
una máquina de carpintero. Aunque también se podía escuchar que fue dentro de
la cortadora de césped. No existen registros fehacientes del accidente, de aquí
la ambigüedad. Sin embargo, sí se sabe a ciencia cierta que la segunda oreja
del gato pereció el día en que a su amo una pariente suya le porfiara que la
carne de gato era igual de sabrosa que la de liebre y decidiera -por probar que
la afirmación fuera cierta y, además, porque liebre no tenía ni tampoco medios
de conseguirla- aprovechar para sazonar con la del gato.
Amo y mascota se habían
repuesto rápidamente de sus pérdidas y el día que estamos refiriendo
disfrutaban de una apacible y tierna tarde de un domingo gris y ventoso con
lloviznas aisladas empeorando hacia la noche. Se ha de admitir que, caricias
mediante, ninguno se lamentaba o compadecía del faltante que el otro detentaba.
Aunque bien es verdad que cuando el gato miraba aquel espacio del quinto dedo ausente
sentía una sórdida y poco minúscula satisfacción mientras que cuando, a su vez,
el dueño miraba la oreja presente de su mascota sentía que se le hacía agua la
boca.
En este sentir uno e
imaginar el otro estaban cuando llamaron a la puerta. Por el repentino olor a
puerco que invadió la estancia era la tía vieja, se figuró con agudeza el gato
negro. Y habiendo aprendido luego de la primera mutilación que gato
desprevenido termina en la olla, saltó del sillón como alma que huye para
pelear otra batalla. Por su parte, el amo se dijo que por como tocaban el
timbre cual vieja sorda, la visita debía de ser de su tía vieja. Y optando por
conservar los tímpanos en lugar de su domingo de tranquilidad y descanso, saltó
del sillón a abrirle la bendita puerta a la maldita vieja.
Como la tía no podía ni
quería olvidar el sabor que la oreja del gato había dejado en el guiso se había
determinado al fin a ir de visita e invitarse a cenar en casa de su sobrino quien,
aunque siempre estaba pelado de todo menos de ratas y agujeros, tenía un gato
negro sabroso que de seguro volvería a compartir.
El gato, que sordo como
la vieja no era, oyó todo el pedido de la tía y vio el brillo en la mirada del
sobrino que ya se relamía la segunda oreja. Claramente, se dijo, la
circunstancia no lo favorecía esa tarde y -aunque fuera astuto como no lo
serían jamás amo ni tía, tampoco era un gato de fábula-, así que optó por huir
a un nuevo hogar donde -eso sí- al gato jamás se lo trocara por liebre.
Y quienes algo conocen
de la historia dan testimonio que así terminó el domingo de sobrino y tía: sin
guiso para cena ni gato para guiso pero –eso
sí- con un aguacero que ni en novela se contara ni en película se viera.
Gabriela Álvarez
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