¿En qué cama durmió anoche?
¿En qué cama durmió anoche?, me pregunta el detective. Lo miro con incredulidad.
Con
todo respeto, ¿de verdad cree que voy a acordarme con la resaca que tengo? Me
pregunto si alguno habrá podido contestarle.
No
tengo tiempo para perder, me increpa con la falta de sensibilidad de un
empleado público.
¿Alguien
pudo decirle dónde durmió la pasada noche, detective?, le contesto.
Soy
yo el que hace las preguntas, me responde con la apatía de un mal actor
protagonizando un western barato.
Le
pregunto porque posiblemente alguno de ellos pueda aportar datos que faciliten
mi recuerdo, le sugiero con toda la amabilidad de la que soy capaz con este
dolor de cabeza.
Usted
parece que no está tomando en serio el asunto. ¿Cómo se le ocurre que yo le voy
a revelar los testimonios del resto de los sospechosos?, su pésima voluntad
para tirarme una línea que me ayude a abrir la memoria es evidente. Lo miro
como aquel que no puede hacer nada frente a la falta de ideas y dejo escapar un
suspiro desesperanzado.
Pero
como no me queda otra, permito que el silencio se haga uno conmigo y cierro los
ojos en un manifiesto intento de demostrar que yo sí tengo voluntad de
cooperar. Dejo que la palabra “cama” se enseñoree entre la multitud de núcleos
memorísticos. Deletreo cama con lentitud y poco a poco comienzo a viajar en el
tiempo. Me veo saltando plena de dicha a los cinco años en la cama con resortes
en la que dormía junto a mi abuela. La veo enojarse en seguida y gritarme que
voy a arruinar el colchón si sigo así. Me sonrío porque instintivamente acabo
de hacer una flexión de rodillas. Pienso que algunas cosas no se olvidan más.
Me siento la más afortunada del mundo cada vez que me acuerdo de las charlas
que tenía con mi abuela antes de dormir, su brazo derecho rodeando mi espalda mientras
mi cabeza iba entrando en un sueño sencillo apoyada en su hombro. Me quedaría
acurrucada bajo las frazadas si la obligación de recordar en qué cama dormí
anoche no me apurara a seguir el camino antojadizo de la memoria.
Necesito
un café. Si fuera usted tan amable, Inspector, sé que mi tono de voz suena
lastimero. Me gustaría que no. Sobre todo porque la debilidad suele aumentar
las sospechas.
No
estamos en un desayuno de trabajo, ¿entiende usted las consecuencias de negarse
a declarar?, me responde con una frialdad que me desespera y que no favorece mi
recuperación.
Debo
mostrar lo imperioso de mi necesidad con un involuntario cerrar de ojos y
tomarme la cabeza porque el Inspector suspira con cierto fastidio y me señala
una máquina en la esquina del salón. Con la resaca que me atormenta apenas
reconozco la máquina de café que ayer mismo ayudé a reparar.
Muchas
gracias, Inspector, mis palabras suenan melosas. Siento que el estómago no me
acompaña de buena gana mientras cruzo el salón dispuesta a pedirme un café
negro doble. Tampoco olvido que la marca de café que le cargué es de calidad
media para abajo. Mi estómago me va a decir también, muchas gracias, Inspector.
Pero
si yo supiera dónde dormí ayer no estaría callada, se lo hubiera dicho,
Inspector. El problema es que no sé qué ocurrió luego de la fogata en la playa.
¿Usted está seguro de que yo dormí en una cama en este hotel? Digo que pude
haberme… no, está bien, entiendo, Inspector.
Es
necesario que recuerde, su voz sonó amenazadora. Igual que mi madre cuando me
despertaba por las mañanas para ir a la escuela. Es necesario que despiertes,
Cata. Querer yo quería despertarme porque el colegio me gustaba y el colchón
era tan duro que me provocaba una diaria y constante tortícolis. Pero el
cansancio me vencía. Y era inevitable que mi pobre madre terminara amenazándome
con que si no me levantaba la iba a pasar mal. Nunca se me ocurrió preguntarme
a qué se refería, o qué plan tenía en mente como castigo. Y de igual forma con
el Inspector, no le preguntaría qué podría ocurrirme si no recuerdo. Por eso
mismo me esfuerzo en recordar. Y aprovecho que la máquina se toma su tiempo
para colocar el café en el vasito de plástico.
Cama.
Vuelvo a cerrar los ojos y salto a la cama que me compré con mis ahorros hace
seis o siete años atrás. Somier, más precisamente. Colchón con resortes. Nunca
como el colchón de la abuela. Eso jamás. La tarde que me lo llevaron a casa
estaba nublada. Pero nadie imaginó que iría a llover con la intensidad con la
que llovió. Por fortuna el pack venía envuelto en un plástico duro. Se había
hecho tarde para cuando lo coloqué en la habitación. Tenía hambre y se me
ocurrió cocinar ravioles y descorchar un vino patero para festejar el inicio de
una larga serie de noches de un dormir relajado. Mi cuello estaba feliz. No recuerdo
de esa noche otra cosa más que los ravioles estaban deliciosos y la salsa con
un sabor a pomarola intenso. La copa de vino tinto era la compañía perfecta
para ese plato humeante. La cuestión es que al mediodía siguiente me desperté
sin ropa recostada a todo lo largo del colchón nuevo que todavía estaba
protegido por el plástico. Mi cuerpo había amanecido sin un músculo dolorido.
Me felicité por haber hecho el esfuerzo de ahorrar tantos años e invertirlo en
mi salud. La única cosa fue cuando esa noche le quité el plástico: un intenso
olor a podrido se había adueñado del colchón. Olor que ha permanecido contra
todos los remedios que probé. ¿Qué había ocurrido? Que la bolsa se había
rasgado cuando la subieron al flete, el techo de un auto con porta equipaje y
la lluvia no había tenido piedad. Un simple rasguño en el plástico y el colchón
se había mojado como si le hubieran echado la nube entera encima.
¿Qué
había ocurrido en el fogón?, la voz del Inspector parece distante.
¿Fogón?
¿Qué fogón?, me toma unos segundos volver al presente. El Inspector me observa
ceñudo y con claras intenciones de dar por cerrado un testimonio que no puede
tomar. Escribe algo en su libreta mientras yo alcanzo a sentarme de nuevo
frente a él con el vasito de café quemándome los dedos. Ya no me mira. Revolea
los ojos en círculos y anota alguna palabra. Esa actitud indiferente ante mi
presencia me trae el recuerdo de cuando presenté una queja ante el
administrador del velatorio en el que habíamos velado a mi mamá. Mi queja no le
parecía relevante por tratarse de una muerta pero a mí se me había puesto en la
cabeza que en el ataúd debían colocar una almohada también bajo los pies puesto
que toda su vida mi madre había tenido hinchazón de piernas y por eso me parecía
necesario y decoroso además, que también le dejaran una al menos como última
consideración. Ese recuerdo empieza a entristecerme y no quiero mostrar más
debilidad ante el Inspector. Si me viera con lágrimas en los ojos podría creer
que me arrepiento del crimen. Y eso no podría jamás ser favorable a mi causa.
Sorbo
un trago de café y siento que la lengua y la garganta me arden. Recuerdo que me
ocurrió un episodio similar pero con un vaso de caña, no con un café. Yo estaba
sentada a los pies de la cama de un huésped que había conocido en un fogón.
He
terminado con usted, me despide con brusquedad el Inspector. Justo cuando
comenzaba a recordar lo bueno.
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