Un mal recurso

 

Pienso en algo irrisorio. Pienso en los números del calendario como si fueran gotas cayendo de una canilla mal cerrada. No sé por qué se me ocurre pensar esto justo ahora. Pero pienso también que los días se suceden como los paisajes que se ven del otro lado de la ventanilla de un tren cualquiera como éste: tan cercanos para verlos y con una existencia tan efímera e insignificante para asirlos. Me siento de lado en el asiento intentando ahondar en la idea que se me acaba de ocurrir. Coloco mi cabeza en posición rígida para observar a través de la ventanilla y me obligo a fijar la vista al frente. Pero me mareo pronto porque la sucesión es vertiginosa y no logro distinguir un objeto de otro. Entonces giro ligeramente la vista hacia aquello que fue y que distingo con más claridad. Arqueo el cuerpo. Parece que el paisaje y sus objetos se detienen  gentilmente para que los observe con atención. Carteles enormes en estructuras de hierro sostenidas en el aire, paredones descoloridos y con el revoque mal terminado se acercan al vagón o se separan lentamente dejando paso a senderos de tierra yerma y pastos quemados por la sequía. Alguna terraza que queda apostada sobre la línea superior del tren permanece allí en posición de observatorio.

Acá sentada en este tren puedo ser cualquiera, me digo esperanzada. Durante ese instante que dura el pensamiento creo que me gusta la idea. Pero es trillada. Y, en realidad, el siguiente pensamiento me viene a decir que no quiero ser nadie más que yo. Con lo que me ha costado ser yo hoy y estar aquí sentada como para permitirme alejarme con otro personaje. Además me recuerdo que las cuestiones existenciales no tienen sentido a mi edad.

Desde cualquier ventanilla del tren se observan las mismas y decadentes escenas. No quiero ver tanta fealdad y pruebo con cerrar los ojos pero recuerdo que me he prometido dejar esa vieja y mala costumbre así que vuelvo a mirar de frente a través del vidrio y la rauda sucesión de formas deformadas y colores descoloridos me impide detenerme a pensar en profundidad. Tengo todavía la sensación de aletargamiento de mis sentidos pero, como las gotas de la canilla, sé que eso también se perderá en breve.

Observo lo que no puedo asir y mi pensamiento descansa. Y entonces, descansada, pienso: todos somos al final lo mismo y lo diferente dentro de sí. De esta forma transcurrió mi vida, se me ocurre como para apoyar esta idea. Desde mi infancia colmada de hechos y personas simples en un barrio de clase media de zona sur; mi crédula adolescencia impregnada por el ambiente escolar con su edificio enorme, claro y silencioso; el ajetreo y el interés que me embriagaba de mis estudios en la universidad; y finalmente la soledad y tristeza inconcebibles de un matrimonio del que me costó recobrarme. Aquí en algún lugar cercano de mis recuerdos están armadas en secuencias las escenas de mi vida, pienso, como los postes de luz y los paredones de ladrillo, como las publicidades que desafían el bolsillo de estos pasajeros. Igual que otras escenas de otras vidas de otros pasajeros. Y a todos los de mi edad se nos deben estar pasando por la cabeza los mismos pensamientos. ¿Para qué ser alguien distinto a mí si yo misma fui distinta a mí, al menos, en cada etapa en la que se internaba mi experiencia?

Me acomodo con  la espalda completamente apoyada sobre el mullido respaldo de cuero de mi asiento pese a la incomodidad que provocan sobre mi piel arrugada los rasguños que el tiempo y el uso le han provocado. Miro hacia adelante a través de la ventanilla y no hay nada distinto a lo que observé ya. Si tan sólo pudiera elegir las terrazas que me van a observar desde lo alto; aunque sea el color de los paredones que protegen las casas del otro lado; o tan solo no ver los manojos interminables de cables que cuelgan sostenidos cada tanto de postes de madera vieja y seca, oscura y cuarteada como mi espalda. Me río de los obradores de milagros que dicen que el futuro es lo que deseamos y que está hecho a nuestro gusto. Es una blasfemia al goteo impredecible de la vida. Y, sin embargo, si pudiéramos… Y es que me sigue azuzando la seductora idea de ser alguien distinta a mí.  Pero, ¿para qué me sometería al cambio otra vez? ¿Con qué motivo y con qué fin? No, la gente de mi edad sabe que eso no tiene ningún sentido.

Como para dejar de pensar, fijo mi mirada al frente y observo a través de la ventanilla. La rapidez con que se suceden los objetos me marea levemente. Hago el esfuerzo de no caerme y entonces me parece que si miro hacia atrás puede que se detenga la marejada de imágenes. Y sí, giro mi espalda y observo mi infancia colmada de novelas de aventuras y más tarde mi adolescencia inmersa en la profundidad de ese secundario cadencioso de domingo con llovizna y más adelante la universidad plagada de promesas y de novedades y luego un matrimonio oscuro  y penoso que me esforcé tanto por dejar atrás.

Y pienso en cosas más irrisorias cada vez mientras el traqueteo ensordecedor de este tren me mantiene despierta. Pienso que toda la gente es como yo y carga un bagaje de escenas vividas. Y que igual que yo, todos se deben preguntar más de una vez qué significado puede tener recordarlas. Yo recuerdo que algunos creen que el futuro puede ser diferente del pasado y me concentro en apoyar la espalda contra el respaldo de cuero verde oscuro tajeado. Miro con cierta incredulidad de cara al futuro. Pero solo vuelven a sucederse las mismas construcciones que ya he visto sucederse, los mismos enrejados, las mismas terrazas y la misma tierra yerma. Y me pregunto si este futuro que veo acercarse no lo he visto ya de alguna manera. Pero a las personas de mi edad eso les preocupa poco, a fin de cuentas, como las gotas que caen de una canilla mal cerrada. Y me pregunto que para qué el futuro, cualquiera y comoquiera que venga, si no varía del pasado. Aunque me desmiento sola si recuerdo que mi infancia aventurera forjó una adolescencia reconcentrada y que de ella luego la universidad me despertó con su diversidad de ideas y de noticias hasta que formé un matrimonio sórdido y delirante que me desfiguró en ésta que piensa ahora.

El asiento sobrepasa en altura a mi cabeza y los apoyabrazos son duros. Se me ocurre pensar en algo tan irrisorio como en los números del calendario cayendo como gotas pero la imagen no tiene sentido alguno. ¿Cómo pude encontrarle algún sentido antes? Es lo malo de pensar, siempre me lo digo. Si no pienso no corro peligro de equivocarme con divagues inútiles. Pienso que mejor que pensar es recordar. Sé que es lo único que puedo asir entre mis pensamientos. Todo lo demás me suena a locura. Entonces me concentro en observar hacia fuera de la ventanilla y con el traqueteo de fondo puedo observar mi infancia en algún lugar de zona sur rodeada de paredones mal revocados parecidos a los que ahora se deslizan a mi costado, mi adolescencia dentro del silencio de los muros de un edificio blanco y quizás demasiado acogedor, mi juventud atacada por los sueños velados de sus profesores y un matrimonio que me rescató de los peligros de soñar, soñar demasiado.

Tengo impregnada en la piel arrugada de mi espalda la sensación de aletargamiento. Apenas siento el respaldo de goma espuma dentro del cuero verde. El traqueteo del tren me marea desafortunadamente. Acá sentada en este tren temo poder ser cualquier persona, pienso.

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